domingo, 12 de octubre de 2008


JUAN MANUEL Y LOS COCHES
Rafael del Moral

Un vendedor de coches de avenida de los Concesionarios (también llamada Vía Complutense) me ha dado una tarjeta de visita impresa con su propia fotografía. Gesto exagerado, narcisista y presuntuoso, pero ajeno al simpático vendedor, e inspirado en las ganas de ser fiel al único objetivo de la marca de coches: vender. Unos días después me llamó por teléfono: «Soy Juan Manuel» y lo reconocí en su tarjeta de visitas arco-iris envanecida entre las otras. Juan Manuel vende coches caros. Dice un amigo mío que no hay precios altos, sino sueldos bajos. Seguro que hay gente (banqueros, cacos, políticos, traficantes...) para quienes los coches de Juan Manuel Pérez son muy baratos. Llevo varios días cruzando de una acera a otra la motorizada avenida y descubro que el «vale todo» es la principal divisa de los del motor, y el segundo «sálvese quien pueda». Visto lo cual sé que no tiene nada que ver lo que vale un dieciséis válvulas con lo que vale un peine, pero hay que saber las dos cosas para tener coche. Juan Manuel vende coches franceses y coreanos (yo creía que eran del Zaire, según me sonaba el nombre) pero me aconseja los primeros. Mucha gente es partidaria de los orientales. Se me hace cuesta arriba pensar que voy a conducir un coche fabricado en Corea del Sur, mientras Corea del Norte, rebelde y melancólica, languidece. Me abruma el ceremonial de los vendedores y los gatos escondidos y encerrados que llevan los coches. El vendedor es un hombre elegante o una mujer (más infrecuente) que ofrece un café a quien sabe aguantar. El vendedor da la razón al cliente. El vendedor sabe que su coche tiene algo por dentro que es buenísimo y que nombra en inglés (intercooler, sipt, airbag, abs... ) o que solo sirve para sorprender a los amigos que se dejan: limpiaparabrisas que se activan con la lluvia, mando a distancia, barras protectoras que no se ven, y una serie de adjetivos que elogian sin límites calidades del artefacto que el cliente no debe entender muy bien para que parezca más interesante. Los coches de ahora no tienen precios. Los va dando el vendedor según el día y la cara de pardillo del comprador. El señor Pérez, don Juan Manuel, es un caballero sencillo, comedido, algo firme (lo último solo lo aplica a los precios). Lo excepcional en él no es colmarse de virtudes, que las tiene, sino evitar la cursilería, la pedantería, la adulación barata y el engreimiento. Pero eso pasa en muchas profesiones.

CONDENADOS A ENTENDERSE por Rafael del Moral




Y qué hacemos con la lengua recibida? Es un error pensar que los lingüistas o los escritores la utilizan mejor que la gente común porque los hablantes, en todos los niveles sociales, tenemos una especial sensibilidad ante lo que decimos según las situaciones, las emociones o la habilidad expresiva. Tan interesante o aburrido puede ser el discurso de un académico, de un orador, como la templada voz de la tía Antonia de Villanueva del Condado cuando relata a la vecina lo acontecido aquella mañana en un rincón del pueblo. No hay personas más propietarias de una lengua que otras, sino modos, modalidades expresivas. Otra cosa es que determinados oyentes, por las razones quieran argüir, o sin razón alguna, consideren mejores a unos que a otros. La lengua es el instrumento de comunicación, y con y en ella modelamos, refugiamos y transmitimos nuestras emociones. Podemos comunicar alegría, tristeza, amor y odio sin que aparezca en las palabras significado alguno relacionado con ello. Modelamos la expresión, elegimos el discurso, secuenciamos la frase, insertamos los silencios para transmitir a otros lo que llevamos dentro, o lo que creemos llevar, porque el lenguaje lo condiciona. Y mucha gente, lo hemos visto, al esforzarse por elaborar un discurso elegante, se aleja del encantador mensaje que contiene la llaneza y naturalidad de los usos lingüísticos. La metáfora, la ironía, el ingenio y miles de recursos más son ajenos a los procedimientos academicistas, y mucho más propios de la personalidad del hablante. Todos tenemos la posibilidad de utilizarlos.
El uso de la lengua refleja la personalidad del individuo, y no siempre depende, necesariamente, del nivel de conocimientos. El lingüista describe la lengua y las lenguas, los usuarios las manejan, y son los verdaderos artífices. Las lenguas aparecen en la vida del individuo mucho antes que la posibilidad de elegirla, se reciben en el legado transmisible.
¿Desde cuándo heredamos la lengua? ¿Hubo una primera pareja, como la bíblica, que se la enseñó a sus hijos? ¿Y quien enseñó a esa pareja? Nadie puede imaginarse que el don de lenguas se instalara repentinamente entre los hombres, pero tampoco tenemos motivos para razonar sobre la rapidez o lentitud en su acomodo, ni para dudar de su condición de pilares de la vida social. Muchas actitudes innatas, es decir, naturales, que tiene el hombre, no se desarrollan sino en un medio cultural. Andar sobre dos pies y la comunicación verbal son ejemplos de ello. Los niños salvajes, es decir, los que han salido adelante protegidos por los animales, andan a cuatro patas y no hablan. Poseen la actitud del lenguaje, pero no lo proyectan sobre una lengua. Y lo peor es que ya no tienen la posibilidad de ser de otra manera, han perdido su momento de aprendizaje. Sobre la pérdida del momento de aprendizaje hablaremos en el cap. 00.
Podemos, hasta cierto punto, mantener la analogía entre el desplazamiento bípedo y el lenguaje, ambos como realización cultural de una aptitud natural. Pero resulta que las lenguas se oponen entre ellas por una especificidad que no es ni un don de la naturaleza ni un producto de la cultura, si traducimos la unicidad fundamental del lenguaje humano. Esta característica irreducible constituye todavía hoy un enigma, y un desafío para quienes quieren comprender qué es una lengua.
Sabemos, o parece que tenemos claro, que lo que nos da la naturaleza no es la lengua, sino la capacidad para hacernos con ella. Esa actitud no está preparada para una lengua en concreto, ni siquiera para la usada por los progenitores, sino para cualquier lengua. Incluso para varias a la vez sin que unas interfieran sobre las otras salvo de manera fortuita. El hablante tiene escasos medios a su alcance para actuar sobre ella y los intentos autoritarios por modificarla, por acercarla a sus intenciones, suelen fracasar. Las lenguas no se gobiernan por decreto. Todas nuestras lenguas -decía Jean-Jacques Rousseau- son obras de arte. Hemos buscado mucho tiempo si existía una lengua natural y común a todos los hombres. Sin duda, hay una, y es la que los niños hablan antes de hablar.
La facultad de hablar, como la de construir una casa, fabricar un avión o poner en marcha una ciudad hoy parece tan evidente que nadie se pregunta cómo llegó el hombre a dominar tan eficaz destreza. Es una obviedad decir que mediante la lengua nos comunicamos, y cuando concebimos la definición parece que queremos decir que gracias a ella podemos saludarnos, pedir una barra pan o protestar una multa de tráfico. Para mucha gente se puede pensar sin palabras, y otros creen que los sordomudos mantienen su sistema de comunicación con independencia de la lengua. Todo esto es bastante confuso porque difícilmente podemos prescindir de las palabras para razonarlo. No podemos distanciarnos.
Casi todos los lingüistas, pero hay quienes mantienen la idea contraria, están de acuerdo en que sin la lengua no existe pensamiento. Experiencias muy variadas parecen darles la razón pero nos faltan argumentos concluyentes. ¿Cómo comunicarnos con una persona que carezca de lengua para comprobar si piensa o no?
En la curva de entonación de un individuo, aislada del resto del enunciado, podemos descubrir si está triste, si tiene miedo, si muestra admiración y si está o no alegre. La tristeza y el miedo son más difíciles de ocultar que la admiración y la alegría, pero estas cuatro emociones, a las que podríamos haber añadido otras, tal vez menos evidentes, se muestran en el habla con mayor o menor grado de reconocimiento. La tristeza y el miedo son ampliamente identificados, la admiración y la alegría parecen más débiles. Si la entonación aporta, como sabemos todos, una información sobre el estado de ánimo, este rasgo del lenguaje no es en sí mismo un elemento irrefutable. También podemos fingir la entonación.
Si algo nos ha enseñado la biología es que la selección natural favorece los comportamientos y estrategias que resultan más ventajosos para la supervivencia y la reproducción. Uno de los principales caminos para propagar los propios genes es la picardía, el artificio, la astucia. En la naturaleza abundan los ejemplos. En el mundo vegetal, una flor puede fingir en beneficio de su especie. La orquídea-espejo simula ser una avispa hembra para que los machos se posen en sus pétalos y polinicen otras flores. Incluso produce sustancias químicas parecidas a las feromonas de la avispa hembra. En el mundo de las aves, las hay que se esponjan, se crecen o se hinchan cuando están cortejando a sus posibles parejas, para resultar más atractivas. El gesto, como es sabido, lo comparte el hombre y la mujer. En el mundo marino, las triquiñuelas son sutiles, variadas y perspicaces. El rape manipula unos señuelos que atraen a sus presas creyendo que se trata de alimento, mientras el ejemplar, camuflado, les tiende una emboscada tan provechosa para el rape como destructora para la presa.
En cuestiones de engaños y mentiras, los humanos no pueden prescindir de estrategias tan provechosas. Tenemos un código que nos permite mentir con mucha más facilidad que el resto de las especies vivas, el de la lengua. Nos consiente la exageración de las virtudes y la ocultación de los defectos, la crítica voraz y despiadada, hiperbólica y destructiva, o la fingida retahíla de elogios en busca del beneficio propio. Para perpetuar el bienestar tendemos a maximizar aquello que protege nuestras vidas, y demoler lo que no pertenece a nuestro entorno afectivo. Y no se trata de un voluntario o justificado desprecio, sino de un productivo autoengaño. La selección natural ha favorecido el desarrollo de tan perspicaz mecanismo para evitar que descubran nuestras ficciones prácticas y fructuosos disimulos. Engañarnos a nosotros mismos nos permite engañar a los otros de forma más convincente. Mentir, en definitiva, nos resulta útil. Basta una pequeña mirada a nuestro entorno para descubrir los grados en la estrategia de nuestros conocidos, y también el apoyo de algunos estudios psicológicos y sociológicos. Las personas que dominan y esgrimen con habilidad la mentira obtienen mejores puestos de trabajo, atraen más y mejor a los miembros del sexo opuesto, sacan ventaja en situaciones comprometidas o festivas, individuales o sociales, disfrutan más y mejor las relaciones sociales y hacen más amigos. La cuestión es conocer los límites. Un uso desmañado de la lengua para desfigurar la realidad aísla al individuo, lo relega, lo separa del grupo social. Ese mismo principio es perfectamente aplicable a los grupos políticos, que no ponen, según la situación que más le favorece, límite alguno a sus tretas y artificios. Y pertenece a la publicidad el más hábil manejo conocido de la lengua para ajustar la realidad a lo que más conviene. Esos condensados mensajes son desmesuradamente capaces de potenciar, destacar o enfatizar, y también de omitir, ocultar o evitar todo aquello que pueda servir para ayudar la venta de un producto.
En este sentido la comunicación lingüística, nuestros códigos para el entendimiento, nuestras habilísimas lenguas son una condena. Y lo son porque nuestro entorno no es lo que vemos, ni lo que oímos, ni lo que sentimos, sino lo que las palabras nos permiten interpretar. Quienes más a su favor utilizan el lenguaje, truecan en fantástico un asunto engorroso y, al contrario, una torpeza en el uso puede hacer una montaña de un pequeño e insignificante asunto de la cotidianeidad. La mayor virtud de un político, aquella que ha de conducirle al liderazgo, seamos sinceros, no es la rectitud de sus palabras, ni sus dotes de orador, ni siquiera su conocimiento del léxico, sino las formas más aviesas y menos comprobables de la manipulación del lenguaje.