1. ¿Qué es una lengua?
El ruso, el chino o el francés son lenguas. El osético, el uiguro o el alsaciano son también lenguas de Rusia, China y Francia respectivamente, pero mucha gente no sabría si llamarlas dialectos. La denominación se complica si hablamos del ibicenco, que es el catalán de Ibiza, el vizcaíno, que es el vasco de Vizcaya, o el aranés, que es el occitano hablado en el español valle de Arán. Una lengua, como una casa o una montaña, o un pensamiento, es un concepto tan cercano que no necesitamos explicación. Si dos personas se entienden con la articulación verbal quiere decir que hablan la misma lengua. Este principio elemental las define. Cuando dos personas no se entienden, decimos que hablan lenguas distintas.
Parece como si la opinión más generalizada entre la gente, con todo lo que supone interpretar algo que nace de oídas, es la de considerar que las lenguas son códigos descritos en una gramática (generalmente la sugerida por la Academia de la Lengua) de estudio obligatorio en una nación y regido por un estado que lleva el mismo nombre que la lengua: español para España, portugués para Portugal, francés para Francia, italiano para Italia y alemán para Alemania… Alguna vez hemos tenido la intención de llamar suizo a la lengua de Suiza, e indio a la de la India y australiano a la de Australia, pero esas lenguas no existen, ni tampoco el senegalés, ni el venezolano, ni el belga… Y por el contrario, en España, Francia e Italia lenguas como el gallego, el corso o el siciliano carecen de identidad generalizada en el país, aunque puedan estar más o menos reconocidas por las autoridades regionales.
Y no acaban ahí los desajustes. La coincidencia entre territorio político y dominio lingüístico es prácticamente inexistente. Solo algunos pequeños países o estados como Mónaco (francés) o San Marino (italiano) tienen una sola lengua extendida por su territorio.
El concepto de dialecto aparece en el pensamiento y expresión de los hablantes siempre que esos cánones preconcebidos no se ajusten al concepto estandarizado de lengua. La multitud de variedades del occitano, las lenguas latinas de Italia que no alcanzaron el prestigio y dimensión literaria alcanzado por el toscano, luego llamado italiano, así como todas aquellas lenguas que no tienen un estatus nacional son llamadas dialectos, por mucha gente, y concebidos como lenguas menores, o lenguas que no han desarrollado su identidad.
Desde el punto de vista sociolingüístico es mejor llamar dialecto a cualquier lengua con respecto a aquella de donde procede. Así, el portugués y el sardo son dialectos del latín, y el andaluz y el murciano tal vez sean un día dialectos del español, cuando se distancien más, pero de momento solo los lingüistas suelen llamarlos variedades del español, es decir, modos de hablar que tienen o no la posibilidad de convertirse algún día en lengua. Mientras tanto, el concepto de dialecto para una lengua de menor consideración social que otra queda suprimido, porque todas las lenguas merecen el mismo respeto y miramiento, aunque no todas lo tengan.
Las lenguas, grandes o pequeñas, y cuanto más extendidas en mayor cantidad, están fragmentadas en variedades. El vasco tiene, según muchos estudios, siete variedades orales, algunas de ellas son dialectos porque tienen difícil comprensión entre sus hablantes. El murciano, el extremeño, el mexicano, el venezolano son variedades orales del español, pero sin dificultad alguna para la intercomprensión. Los hablantes de español se ajustan a una norma escrita que es única a todos ellos gracias a la normalización lingüística, es decir, a los acuerdos tomados entre los distintos países que hablan español para su generalización. El español hablado en Madrid o, en sentido más amplio en Castilla, no es sino una de las variedades dentro del amplio dominio lingüístico. Las fronteras entre las distintas variedades no son trincheras lingüísticas, sino zonas progresivas donde unas realizaciones de la lengua conviven con otras. Algo parecido sucede con las variedades sociales, es decir, con los rasgos que distinguen las clases bajas de las acomodadas o burguesas. La diferenciación es gradual. En una y otra dimensión, cuando en ese continuum llegamos a situaciones límite como el espanglish, que mezcla al español con el inglés, podemos pensar en la aparición de otra lengua. En este sentido podríamos decir que una lengua es un dialecto que ha conseguido arraigar. En la historia del latín, dialectos de aquella lengua como el leonés, el navarro y el aragonés, y otros muchos, quedaron a medias, frustrados en su evolución porque no consiguieron echar raíces. Todavía se conservan algunos restos, más o menos evidentes, de aquellos conceptos de lengua. El franciano, como el toscano o el castellano, no eran sino dialectos del latín en Francia, Italia y España, y aquellos modos se alzaron frente a los demás, sin que nadie los impusiera, para convertirse en lenguas nacionales gracias a una circunstancias políticas y económicas que favorecieron su difusión. No quiere esto decir que el castellano, el franciano o en toscano tuvieran cualidades intrínsecas por encima de los otros dialectos del latín de sus regiones.
Para los lingüistas, y este es un principio generalmente aceptado, la lengua es el conjunto de todos los dialectos, repartidos en el espacio social o regional que asegura una intercomprensión suficiente entre los hablantes respectivos. En este sentido, el francés hablado en París no es sino una de las variedades de la lengua francesa, de la misma manera que el inglés de Londres o el ruso de Moscú con respecto a sus propios espacios. Diríamos así que el español es la suma de las variedades del amplísimo dominio de nuestra lengua, desde los territorios de español como lengua materna en Estados Unidos hasta las hablas del sur de Chile, de Cádiz o Asturias. No debemos concederle más prestigio al español de Valladolid que al de Buenos Aires. Ambos son variedades de una lengua común, repletas de características que contribuyen a engrandecer el legado lingüístico del español a través de los siglos.
A veces las razones políticas se imponen a las lingüísticas. El danés, el sueco y el noruego son lenguas ampliamente comprensibles entre sus hablantes, pero nadie las concibe con un nombre común, que podría ser el nórdico. Lo mismo sucede con el serbio y el croata, prácticamente idénticas, pero separadas por el distanciamiento social entre sus hablantes; o entre el hindi y el urdu, aparentemente alejadísimas por el uso del alfabeto devanagari y el árabe, pero esencialmente las mismas. Por el contrario, se considera, por voluntad de sus hablantes, que las distintas variedades del eusquera constituyen una misma lengua, aunque no siempre sus hablantes se entiendan entre sí.
La jerarquización que suele establecerse, en los juicios de la gente en general, entre lenguas y dialectos, entre grandes lenguas y lenguas modestas, entre lenguas nacionales y lenguas regionales solo tiene fundamento en la desigualdad de su reconocimiento administrativo. Lenguas como el tártaro o el chuvacho, extendidas en Rusia, el tigriña o el aimara habladas en Etiopía, el calabrés italiano o el alsaciano francés cuentan con amplio número de hablantes, pero con un abandono administrativo por parte de las autoridades de sus respectivos dominios lingüísticos. Otras lenguas como el luxemburgués o el romanche de Suiza, protegidas por las leyes, viven con el apoyo social, la consideración y la categoría que toda lengua, en el sentido más generalizado de la palabra, merece.
La lengua es un rasgo del individuo. En esa continuidad que acerca unos modos de hablar a otros, decimos que existe una lengua allí donde los hablantes sienten que existe.
sábado, 2 de febrero de 2008
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1 comentario:
Lo podías haber dicho más alto pero no más claro, un saludo
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